viernes, 23 de julio de 2010

La Decena Mágica, el significado de la UNAM en mi vida

La Guitarra Romántica

Se conoce como “La decena trágica”, a un período negro de nuestra historia, que duró un poco más de diez días (del 9 al 22 febrero de 1913) en el que un grupo de sublevados se levantaron en armas contra el gobierno de Francisco I. Madero y que culminó con su asesinato y la ascensión a la presidencia de Victoriano Huerta.
¿Pero qué tiene que ver ese título con el de mi ensayo “La decena mágica?, la verdad nada, salvo que el parecido de palabras y sílabas haga recordar ésta con la otra, ya que además, se refieren a aspectos diametralmente opuestos, como la sombra y la luz, la tristeza y la alegría, la depresión y el entusiasmo, la traición y la amistad.
En mi ya larga vida, he tenido etapas muy significativas llenas de experiencias, alegrías, tristezas, logros, fracasos, pero sin duda el período más importante que la marcó para siempre, es el que ahora llamo “la decena mágica” y que comprende una década qué va desde 1959 en que ingresé a la Escuela Nacional Preparatoria No. 1, pasando por mis estudios de licenciatura en Ingeniería Civil de 1961 a 1965, mi estancia como ayudante de Investigador en el Instituto de Ingeniería en 1965, mis estudios de maestría en Planeación de 1966 a 1967 y el movimiento estudiantil en 1968, año en que ya me desempeñaba como profesor tanto en la Facultad como en la División de Estudios Superiores de Ingeniería y todo ello, sucedió en las instalaciones de la maravillosa UNAM, que este año cumple su primer centenario y que está clasificada actualmente dentro de las primeras 50 instituciones de enseñanza e investigación a nivel mundial.
En estos diez años no sólo obtuve de la UNAM una preparación muy sólida que me permitió desarrollar una vida profesional muy intensa, con un ingreso más que suficiente para vivir bien y formar una bella familia, sino que además ahí me enseñaron a pensar con libertad, a razonar, a respetar a mis profesores y a mis compañeros, a hacer las cosas bien. Aprendí que al terminar mis estudios empezaba verdaderamente mi carrera, pues no debía conformarme con lo aprendido, sino que debía seguir estudiando, no sólo para recordar lo aprendido sino también para actualizarme con los nuevos conocimientos derivados de los avances tecnológicos, y tal vez lo más importante, fue que la UNAM me ayudó a despertar en mí, una sensibilidad social para aplicar mis conocimientos, buscando siempre solucionar las carencias de infraestructura de la mayoría de la población, que generalmente es la más amolada.

Soy el segundo de seis hermanos de una familia de clase media, en la que el único ingreso era el de mi papá, el cual apenas nos alcanzaba para pagar la renta de un modesto departamento, para comer, vestirnos y tener pequeñas distracciones como ir al cine y comer un helado algunos fines de semana; sin embargo, mi papá tuvo la decisión de buscar siempre algún departamento que estuviera cerca de un parque, así que en mi infancia y primera juventud pude disfrutar a convivir con vecinos y a aprender y practicar todo tipo de juegos como tochito, fut, canicas, trompo y a veces hasta las trompadas, que era una forma civilizada de dirimir las diferencias. Era feliz y no tenía conciencia clara de nuestras carencias y de las penurias económicas de mis padres.
Mis hermanos y yo estudiamos siempre en escuelas oficiales. Cuando fui aceptado para ingresar a la Preparatoria mi papá se sintió orgulloso de tener un hijo universitario y a pesar de que las cuotas desde entonces eran muy bajas y accesibles, él siempre batalló para pagarla, pero buscaba la forma de no fallar, pues su ilusión era tener un hijo profesionista y de la UNAM.
La Preparatoria me encantaba por su ambiente de libertad y de responsabilidad. Yo tuve compañeros que venían de escuelas privadas muy controladas y tuvieron serias crisis en la Prepa, al ver que no se necesitaba a alguien controlando las entradas y las salidas, ni un maestro llamando a los papás para avisar si había ido o no a clases o para darles las calificaciones, ya que cada quien elegía entrar o no a clases, o irse a alguno de los lugares cercanos donde había mesas de billar y de ping pong.
Siempre me gustaron las matemáticas, por lo que aparte de tomar las clases con los maestros que me habían asignado en mi programa, asistía de oyente a otras clases de las mismas materias impartidas por los maestros que tenían fama de mejores. En la Prepa hice también mis pininos como actor, ya que me inscribí en la clase de Teatro y estudiamos y ensayamos varias obras, aunque siempre me quedé con las ganas de hacer una representación completa y con público.
Un día, cursando el segundo de Prepa, durante un intermedio entre clase y clase, nos juntamos un grupito de muchachas y muchachos a platicar y de pronto una amiga muy bonita dijo que le encantaba la guitarra y preguntó si alguno de nosotros la tocaba. Yo que jamás había tocado una, no resistí la tentación de quedar bien con esa chulada y dije una mentira, pero con gran seriedad: “yo la toco”. Unos días después hubo una reunión de los compañeros del grupo y cuál sería mi sorpresa, al ver que la bonita llevaba una guitarra. Afortunadamente había otro compañero que si la tocaba y yo, mientras cantaba con él, cosa que sí sabía hacer, logré hacerme el disimulado y no tuve que confesar la verdad. Al día siguiente conseguí la dirección de un taller de guitarras, donde me dijeron que había un maestro que me podía dar clases y tomé un curso intensivo y a los 3 meses ya podía acompañar canciones rancheras, corridos y boleros, suficiente para ya no quedar de hablador. La bonita se hizo novia de un muchacho de profesional, pero a ella le agradezco haber entrado al mundo de la guitarra, sin imaginarme que ésta, formaría parte importante de mi vida, mientras que de ella, no recuerdo ni su nombre.
Unos meses después, llegó el momento crucial de escoger la carrera a estudiar. Yo en realidad no tuve grandes dudas. Las matemáticas que para la mayoría eran el coco, para mí eran pan comido y disfrutaba explicándoselas, de manera que me pusieron el apodo del “ingenierito”, como premonición de lo que sería mi decisión. Desde entonces empecé a ganarme unos centavitos dando clases de matemáticas a vecinos, en alguna de las bancas del parque cercano a mi casa, o bajo de alguno de sus árboles.

Al entrar a la Facultad de Ingeniería la experiencia fue un poco traumática, pues la primera semana y de acuerdo a la tradición, los alumnos más avanzados me raparon y me adoptaron como su perro para que les hiciera mandados que más me convenía atender para no sufrir mayores vejaciones; afortunadamente esto no duró mucho y al poco tiempo empecé a disfrutar de las bellas instalaciones de mi Universidad.
Gracias al apoyo de mis padres que querían que no descuidara mis estudios, no tuve que trabajar y dedicaba todo mi tiempo a la escuela. Viajaba en camión, asistía a mis clases, algunos días me quedaba a estudiar en la biblioteca, otras me iba con amigos a pasear a los bellos jardines de su campus, donde descansábamos, leíamos, platicábamos, nos contábamos chistes. En otras ocasiones y cuando había más tiempo disponible nos íbamos a los frontones de CU a jugar frontenis, donde casi siempre nos cansábamos mucho, no tanto de jugar, sino de ir a buscar la pelota que se iba muy lejos ya que no había alambrado, pero esto fue tan significativo en mi vida, que hasta la fecha sigo practicando el frontón y me ha dado muchas satisfacciones. Era muy agradable visitar otras facultades, principalmente la de Filosofía y Letras, ya que era la que tenía más lindas alumnas, además de que en el verano, venían muchas americanas a estudiar y a nosotros nos ayudaron, sobre todo a practicar nuestro inglés.
Con otros cuatro compañeros acordamos juntarnos a estudiar en una o en otra casa y a veces jugábamos cartas, otras cantábamos, otras nos íbamos al cine y unas más hasta las dedicábamos verdaderamente a estudiar.

A principio de cada año hacíamos cola para seleccionar grupos, o sea, para cada materia que nos tocaba llevar, escogíamos a un maestro y un horario, aunque muchas veces teníamos que llevar opción “B” y opción “C” por si ya no encontrábamos lugar en la “A” que era la que preferíamos, unos por tratarse del mejor maestro, según la opinión generalizada de alumnos más avanzados, otros por considerar a ese maestro como “barco”, o sea, menos exigente y estricto que otros. A mí me tocaron excelentes maestros, pues otra gran ventaja de la UNAM es que contaba con profesorado que asistía a dar clases más por gusto que por paga y que desempeñaba trabajos en empresas privadas o en el gobierno y contaba con gran experiencia no sólo teórica sino también práctica en la materia que impartían, ya fuera construcción, mecánica de suelos, hidráulica, carreteras, puentes, puertos, lo que resultaba invaluable para nosotros los alumnos y les aprendimos no sólo lo de su cátedra, sino también su entusiasmo, su calidad humana y su entrega en todo lo que hacían.
Al terminar el tercer año, tuve la oportunidad de irme un mes, con otros cinco compañeros, la mayoría del grupo con el que me juntaba a estudiar, a un pueblo de Michoacán llamado Buenavista a hacer lo que se llamaba “prácticas de topografía”. Esa fue mi primera experiencia de estar tanto tiempo fuera de mi casa, enfrentándome a situaciones diferentes, unas muy padres y otras muy difíciles, pues aparte de que como hijo de familia todo lo doméstico me lo solucionaba mi mamá y aquí tenía que aprender a solucionarlo yo mismo, en cada pueblo hay personas desconfiadas de los fuereños y piensan que todos pretenden hacer algún mal. En Buenavista no fue la excepción y un día nos tocó toparnos con varios tipos, en una fonda donde acostumbrábamos a hacer nuestras comidas, los que después de estar tomando cerveza tras cerveza se nos quedaban viendo con desprecio y hasta agresividad y alcanzábamos a escuchar que decían que con gusto le meterían un plomazo a los planchaditos de la capital. Aunque estábamos asustados, no respondimos a las indirectas y un poco después nos retiramos. Esto no volvió a repetirse y la verdad, la gran mayoría de la población nos trato de maravilla. Les explicamos que haríamos un levantamiento de todo el pueblo, o sea un mapa con todas sus calles, casas y negocios y que les sería muy útil para muchas cosas y recibimos gran apoyo de la gente, que se acercaba a hacernos preguntas, que muchas veces no sabíamos cómo responder, ya que nosotros no éramos autoridad, para decirles cuando tendrían mejor alumbrado público, o un parque deportivo y mil cosas más. En ese lugar, algunos compañeros tuvieron su primera novia, Recuerdo que un día uno de ellos se emborrachó de tristeza, porque su novia lo cortó para hacerse novia de un torerito que llegó al pueblo y nos daba risa escuchar cómo se lamentaba de que a él, que ya era 3/5 de ingeniero, lo hubieran cambiado por ese torerito.
Había la leyenda en la Facultad de que los años más difíciles de aprobar eran el primero y el tercero y por ello se decía: “quién pasa primero llega a tercero y quien pasa tercero llega a ingeniero” y tal vez había algo de razón. Una de las materias más complicadas para todos era Estructuras de tercer año y como le teníamos no sé si miedo o respeto, le dedicamos mucho tiempo y esfuerzo y afortunadamente la aprobamos, unos de panzazo y otros en forma aceptable, pero festejamos como si hubiera sido el examen profesional.
La gran mayoría de los estudiantes de casi todas las facultades, eran fanáticos del futbol americano y no dejábamos de asistir a los famosos clásicos cásicos, entre los equipos de los burros blancos del politécnico, contra los pumas de la universidad Asistíamos en bola y disfrutábamos los triunfos pero también nos tocó sufrir varias dolorosas derrotas.

Estaba en segundo de la carrera y yo seguía practicando y mejorando en el frontenis y en la guitarra. En los puestos de periódicos vendían una revista quincenal maravillosa llamada “guitarras y canciones”, que tenía la letra y los acompañamientos de canciones populares muy bonitas, la que fue de invaluable utilidad para aumentar mi repertorio. Un día me percaté que en la revista venía publicidad del “Estudio de Arte Guitarrístico” y como me llamó la atención, anoté la dirección y lo fui a visitar, con la idea de mejorar mis acompañamientos. Mi sorpresa fue grande al darme cuenta de que se trataba del estudio de la guitarra clásica. Había tres maestros, estudio de grabación y un pequeñito salón de conciertos. Me invitaron a que asistiera un sábado en que todos los alumnos daban un pequeño o gran concierto de acuerdo a su nivel y quedé fascinado; sin embargo, aunque no era muy alta la colegiatura, yo no contaba con esos recursos y se los informé. Me ofrecieron una beca, de manera que mientras avanzara satisfactoriamente la mantendría y gustoso acepté y rápidamente fui avanzando y por tanto conservando mi beca, pero me urgía una mejor guitarra. Me recomendaron un lugar, donde me dieron la oportunidad de tocar desde la más cara, hasta la que terminé comprando y que era la más económica, aunque de todos modos resultaba onerosa para mí, pero conté con el apoyo de familiares que supieron de mi deseo.
De vez en cuando organizaba en mi casa pequeños conciertos con amigos y familiares para que escucharan mis avances y a veces llegué a tocar en salas especiales, lo que implicaba un mayor tiempo de preparación del recital. Día con día era mayor el tiempo que tenía que dedicar al estudio de la guitarra si quería avanzar y no estancarme, pero la carrera también me estaba demandando cada vez más tiempo y tenía además la necesidad de buscar pequeños trabajitos o clases particulares para obtener algo de dinero, para sufragar algunos gastos, de manera que en quinto año me enfrenté con una decisión clave en mi vida: ¿la ingeniería o la música?; afortunadamente elegí la primera y la segunda quedó como uno de mis pasatiempos favoritos.
En ese tiempo la Facultad organizó un festival musical en el Auditorio de la misma e invitó a alumnos y maestros a participar y ¡que creen? Yo me inscribí. El evento estuvo presidido por el Maestro Antonio Dovalí, Director de la Facultad, y actuó, entre otros, Jorge Fernández, quién había regresado a estudiar después de muchos años en que se había ido a probar suerte como cantante romántico y la verdad lo hacía muy bien. Me tocó mi turno y aunque me sentí nervioso, finalmente no salió tan mal. La siguiente semana en que tuve mi clase de Puertos, el Maestro Dovalí mencionó mi nombre diciendo “pásele al pizarrón y háganos un solito”, y todos soltaron la carcajada.

Al iniciar el quinto y último año de la carrera, asistí al Instituto de Ingeniería para atender una convocatoria, en la que solicitaban estudiantes para ayudantes de investigador y como yo tenía buen promedio y cumplía los requisitos, me seleccionaron y trabajé ahí un año con un horario de medio tiempo y un sueldo modesto, que para mí era grandioso. Ahí conocí y trabajé con gente muy interesante y preparada, mucha de la cual, venía de estudiar maestrías y doctorados en el extranjero. Me tocó participar en proyectos muy trascendentes, de los cuales destacó un modelo para simular temblores y revisar el comportamiento de distintos tipos de estructuras y diferentes tipos de suelos, ante temblores de diferentes magnitudes. Ahí se reforzó mi gusto por la mecánica de suelos y por el cálculo estructural.
Tal vez yo fui diferente al resto de mis compañeros y por eso me daba tiempo de hacer muchas cosas y de hacerlas más o menos bien, Terminé la carrera sin materias reprobadas y con promedio general de 8.7, hacía mucho deporte, tocaba guitarra clásica, hacía pequeños trabajos y daba clases particulares, era muy fiestero, amiguero, bailador y trovador y muy apegado a mi familia. ¿En qué era diferente?, pues creo que sólo en que no tuve novia durante todo este tiempo, pues yo veía que todos mis amigos le dedicaban demasiado tiempo a las suyas y les quedaba poco tiempo para hacer otras actividades. Estoy consciente de que seguramente tuvieron otras compensaciones.

Al terminar la carrera me quedé picado y quería seguir estudiando. Me llamaba mucho la atención la Maestría en Estructuras. Un amigo me comentó que había iniciado un año antes una nueva maestría en Planeación Económica, promovida por la Secretaría de Obras Públicas y como también me interesó, fui a platicar con el Ingeniero Rodolfo Felix Valdés, alto funcionario de esa Secretaría, quién me comentó que el objetivo de la nueva maestría era formar ingenieros economistas, o sea, darle a los ingenieros una formación básica en la rama económica. Agregó que si yo era seleccionado, la Secretaría me contrataría con una plaza modesta y me mandaría a estudiar, pero que al terminar tendría la obligación de trabajar dos años para la Secretaría, lo cual no me molestó, sino que se me hizo una gran ventaja pues saldría con trabajo seguro, así que en ese momento se me volvió a presentar otra gran disyuntiva en mi vida, ahora era ¿Estructuras o Planeación?
Escogí la segunda y creo que fue otro acierto, pues desarrolle una carrera profesional dedicado a actividades relacionadas con la planeación, que siempre he disfrutado y que me han dejado grandes satisfacciones.
En la Maestría conocí a personajes sorprendentes. La mayoría eran mucho mayores que yo y contaban con muy amplia experiencia. Uno era el Director de una empresa mediana de construcción, otro era Doctor en Ingeniería en la rama nuclear y con gran sencillez se comportaba como compañero y alumno en esta Maestría. Me hice amigo de ambos y los consejos que me dieron me han servido hasta la fecha.

Estudiaba el primer año de la maestría y empecé a recibir, cada vez con más frecuencia, una invitación para asistir al examen profesional de algunos de mis compañeros. Al principio me daba mucho gusto, pero conforme aumentaba el número de titulados, incluyendo a algunos de los que yo consideraba malos estudiantes, me llegué a sentir molesto, pues yo eso lo veía muy lejano pues ni siquiera había escogido mi tema de tesis y menos la había iniciado y ese era requisito indispensable para solicitar examen.

Las materias de la maestría eran en general muy diferentes a lo que había estudiado en la carrera, ya que correspondían a la rama económica. Me tocaron excelentes maestros y me gustaron los temas, así que estudiarlos no era una obligación sino una delicia. Al terminar ese primer año, aún me quedaban varias materias para completar mi programa, pero ya tenía que cumplir el compromiso contraído con la Secretaría de Obras Públicas, así que entré a trabajar, con un salario un poco mejor y con horario especial para poder atender las materias que me faltaban y para dar algunas clases en la propia maestría como ayudante de profesor y en la licenciatura con clases propias. Me animé a comprar mi primer coche, usado y chiquito, pero deje de sufrir los apretujones y los riesgos de ir casi colgado en el camión de pasajeros, pues a ciertas horas era heroico lograr subirse.

El trabajo de la Secretaría también me pareció muy interesante, pues entré en un grupo que apoyado en cartografía tenía que identificar futuros proyectos carreteros, unos llamados de integración política que permitirían conectar todas las capitales municipales con la red carretera, otros de penetración económica, localizados en zonas de potencial agrícola, pecuario, silvícola y que requerían un camino para poder incrementar su producción y poder sacarla a los mercados a través de la red carretera, otros para conectar en forma más directa y rápida a dos o más ciudades ya comunicadas en lo que serían seguramente autopistas de cuota. A mí me tocó estudiar la rentabilidad económica y financiera de muchos proyectos con el fin de jerarquizarlos y programar en el tiempo su construcción, así que para mí, ya representaban verdaderos estudios de planeación. Ahí se me abrieron los ojos y me alegré al darme cuenta que tenía en mi escritorio temas de tesis muy interesantes, de manera que seleccioné un tramo carretero y me puse a hacer un estudio socioeconómico muy completo y calculé indicadores como la relación beneficio-costo, la tasa interna de retorno, el período de recuperación de la inversión, visité la zona para obtener información de campo, sobre todo de las comunidades que se conectarían y busqué a un maestro que me dirigiera la tesis.

Aquí voy a hacer un paréntesis para contar una anécdota curiosa. El artesano que hacía guitarras y que me enseñó mis primeros acordes y acompañamientos, organizó un festival musical para que todos sus alumnos participaran cantando y tocando una o dos canciones y sabiendo que después de haber aprendido con él los fundamentos de la guitarra, había estudiado música clásica, me pidió que cerrara su festival tocando una pieza. Yo me sentía en deuda con él y con gusto acepté el compromiso que se realizaría el 23 de junio de 1967. Por otro lado, al terminar la tesis en el mes de mayo, solicité fecha de examen, y ¿Qué creen? me asignaron el 23 de junio de 1967. Que increíble coincidencia, lo bueno es que el examen era en la tarde y el recital en la noche. Cuando llegó la fecha, a las 5 de la tarde el salón de exámenes estaba repleto de amigos y familiares. El haber dado clases a alumnos casi de mi edad o aún mayores, me dio confianza, así que durante el examen me sentí muy seguro y confiado, además de que dominaba mi tema y afortunadamente todos los sinodales preguntaron sobre él. Estaba como pez en el agua, terminó, salimos todos para que deliberaran, volvimos a entrar y muy emocionado e incrédulo escuché la resolución del jurado: “Aprobado por unanimidad y con mención honorífica”. Me felicitaron, me abrazaron, pero salí de volada, rumbo al lugar del festival musical. Llegué dos o tres números antes de que me tocara mi turno y cuando éste llegó y con tan sólo unos minutos de ensayo interpreté el “Capricho árabe” de Francisco Tárrega y creo que nunca la he podido volver a interpretar tan fluida y sin errores como esa vez.

En 1968 ya recibido, con maestría terminada, con trabajo interesante, tocando a ratitos la guitarra, haciendo deporte dos o tres veces por semana, con buena relación con mis padres y mis hermanos y dando clases, disfrutaba plenamente de mi vida. En ese año se presentaron diversos conflictos entre estudiantes y autoridades federales y de la capital, que al no resolverse provocaron que el movimiento estudiantil fuera creciendo más y más. Los líderes del movimiento visitaban todas las facultades para invitar a maestros y alumnos a sumarse a la huelga organizada como protesta. Ingeniería, que no tenía tradición de interesarse en luchas sociales poco a poco fue integrándose a la lucha, sobre todo porque uno de los profesores más destacados de esa Facultad, llamado Heberto Castillo, se convirtió en líder y promotor del castigo a las autoridades responsables. En ese tiempo mi horario de trabajo era matutino, no podía dar clases por la huelga, así que las tardes las dedicaba a asistir a los auditorios de diversas facultades a escuchar conferencias muy interesantes, no sólo sobre lo que estaba pasando ahí, sino sobre movimientos en diversas partes del mundo y sus causas. La verdad, yo estaba muy joven y me impresionaba el conocimiento, el entusiasmo y la vehemencia con la que hablaban los oradores. Me fui involucrando, asistí a marchas y manifestaciones y cuando regresaba a mi casa y prendía la televisión, me molestaba darme cuenta de la manipulación de la información por parte de los noticieros, que deformaban todo lo que yo acababa de presenciar. Era el año de las olimpiadas en nuestro país, así que había nerviosismo e intereses en autoridades y medios. Al movimiento se sumaban estudiantes de todos lados y hasta campesinos, obreros, oficinistas, amas de casa. Fue impresionante la manifestación del silencio, por lo larga, lo concurrida y sobre todo porque se respetó el objetivo de que no hubiera sonido y el silencio era impresionante. Vino la toma de las instalaciones de la UNAM por parte del ejército, la protesta y marcha encabezada por el Rector Barros Sierra. El movimiento seguía creciendo, hasta que llegó la terrible e inexplicable matanza de estudiantes del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas. Todos teníamos miedo, muchos amigos y compañeros estaban presos o desaparecidos. A partir de esa experiencia, mi visión de la vida, de las autoridades, de los medios de información, del comportamiento de los distintos grupos sociales incluyendo a mis compañeros profesores, cambió radicalmente y adquirí más conciencia de los grandes problemas del país, principalmente por las terribles desigualdades existentes y por la falta de democracia. Sentí la necesidad de comprometerme y aprovechar lo aprendido en la UNAM para tratar de contribuir a cambiar las cosas y esa actitud es otra gran aportación a mi vida de mi Universidad.

En 1969 se terminó este mágico ciclo e inició otro también inigualable. Elaboré mi tesis de Maestría y presenté con éxito mi examen de grado. Asistí a una reunión de amigas de una de mis hermanas y conocí a una bella muchacha, en la que encontré muchas afinidades, ya que le gustaba cantar, se sabía muchísimas canciones, le gustaba jugar frontenis a pesar de que era un deporte muy poco practicado por mujeres y muchas más. Después de dos años nos casamos y hoy tenemos 39 años de casados, 4 hijos, 4 nueras y 7 maravillosos nietos, pero esa, es otra historia que ya habrá momento para recordarla, para luego escribirla y después para contarla.

FIN

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